A mí es que me gustaba escuchar su voz. Me gustaban las risas, los gritos, los guiños, las carreras.
Escuchaba en ella la felicidad histérica y real de las rodillas ennegrecidas de jugar en la calle, y la improvisación de columpiarse en los brazos de otros con ciega confianza. Había una vida, un mundo, en cada segundo en que se quedaba sin aire y el corazón le latía fuerte en la garganta.
Y por eso me gustaba aquella voz.
Cómo todo se suspendía hasta que empezaba a anochecer y regresaba a casa.
Me gustaba tanto escuchar mi voz de entonces.
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