Menos 95

Hugo vivía tan deprisa que su reflejo atrasaba. Si para su pequeño cuerpo eran las tres y media, su imagen seguía encharcada en las dos y cinco. El tiempo que mediaba era la libertad. Un vacío durante el cual podía explorar el camino de la derecha, volver con las rodillas peladas y el corazón en la garganta, fijar la intersección con un taconazo y retomar con disimulo por la calle de la izquierda hacia el colegio. Cada hora, disponía de 95 minutos en blanco para ser otro Hugo. El prodigio duró hasta que, a los catorce, lo pusieron en hora.

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