Mi madre entonces regentaba, con mano firme y un tanto brusca y la inestimable ayuda de todos los deportes de contacto, la escuela para señoritas Phylis Howard que se publicitaba como hogar para jóvenes díscolas de buena familia pero que en realidad buscaba acoger, becadas, a todas aquellas muchachas que un día poniendo la mesa o cuidando a sus hermanitos menores o despejando ecuaciones en clase de matemáticas, sintieron como de cualquier (cualquier) parte de su cuerpo surgía, con sus ventosas y su elasticidad, uno o más tentáculos y que eran sorprendentemente abundantes en un pueblo tan pequeño como Innsmhouth.
