Cómo ser un buen laberinto

En los mejores laberintos del mundo, y me refiero a los más intrincados y desesperantes, siempre hay dos enfermeras, seis soldados rasos y un oficial de caballería. Hablo de esa clase de dédalos en que ni siquiera la descarada sombra del sol, la previsible y elemental coreografía de las estrellas o la indiscreta humedad del norte pueden susurrarnos alguna sutil y topográfica señal de esperanza a los más cultivados. Digo desesperación, de nuevo. Digo tormento y zozobra. Digo locura.

Pero ¿por qué esos uniformados? Porque un buen laberinto, además de desasosiego, ha de proporcionarnos una gran estupefacción. C’est la différence.

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