Imperativos

Era el mejor lugar del barrio. Cuando algún adulto de paso necesitaba aliviar los imperativos del cuerpo acudía allí. La señora Thompson, por ejemplo, musicaba habitualmente la calle con sus afinadas flatulencias simulando que se encorvaba para mirar. El señor McAllister, con una próstata poco dada a la contención, solía regar a cada rato el rincón junto a la puerta. Y así un adulto tras otro. 
Desde el otro lado de la calle los chiquillos mirábamos, aprendíamos y, sobre todo, aplaudíamos cuando el resultado nos parecía memorable. Ansiábamos crecer sólo para tener el privilegio de participar en aquella fiesta gozosa.
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